Si no hubiera dejado mi casa cuando las excavadoras la convirtieron en nada, en parte de un terraplén, con los empapelados al aire y el lavabo patas arriba, no habría visto la ventana de mi cuarto estampada contra el suelo, y no me hubieran despedido desde los cristales rotos, encendiendo y apagando sus linternas mis gusanitos de luz.
Si no me hubiera tenido que ir, las luciérnagas que criaba en mis macetas,
habrían seguido entrando por las rendijas
noche tras noche, a dormir en mi
cama.
Aprendí a andar en aquellos suburbios, en mañanas llenas de de sol, y de
bichitos minúsculos que me miraban asustados cuando me caía. Me hice amiga de
mariquitas, de hormigas, y de un pájaro carpintero cuando ya correteaba un
poco, y mi madre me enseñaba nuestros
nombres: gorrión, procesionaria, Catalina, así me llamo yo.
De noche el mundo se apagaba y yo pasaba mucho miedo. Todo era oscuro y
solitario a mí alrededor, me engullían las sombras. Temblando como una hoja, me
levantaba de la cama, me subía a la silla, y abría una rendija entre las
cortinas para ver luz.
Veía luces en el cielo, eran estrellas viajeras, no me fiaba de ellas, no
les gusta estar quietas y andan de acá para allá. La que saludo tímidamente
hoy, mañana ya no está, puede que esté en otro continente, saludando a otro
niño, a un niño en Paquistán. Además están lejísimos y no las puedo atrapar, no
están al alcance de mi mano.
Pasaron muchas noches más de trescientas sesenta y cinco, y más de mil y
las estrellas eran mi única luz. Una luz lejana e inalcanzable.
Una noche de verano, una noche sin luna, me dejaron quedarme con los
mayores. Era una fiesta familiar, a lo mejor el cumpleaños de mi padre que
todavía no se había ido. Me quede dormida y mi padre me tumbo tapadita con una
manta, en una hamaca que se mecía como un corazón.
Me desperté pasada la media noche oyendo risas y panderetas, y las vi: se
arrastraban por el suelo escondiéndose entre las hierbas, chapoteando en los
charcos, encendiéndose y apagándose como si siguieran el ritmo de mis parpados.
Estuve un montón de horas siguiéndolas, hasta que solo hubo silencio a mi
alrededor, primero desde la hamaca con los ojos, después en cuclillas
tocándolas con los dedos, al final andando detrás de ellas con pasos
lentos y sigilosos, descalza como estaba, quería ver donde iban.
No iban a ninguna parte, tenían su propia fiesta, allí en el jardín de mi
casa. Se divertían encendiéndose y apagándose, volviéndome loca: cuando las
miraba, plin se apagaban, si me hacia la distraída, plin se encendían. Jugaban
al escondite conmigo y me ganaban siempre.
Me fascinaron, intentaba cogerlas y se me escurrían entre los dedos como si
fueran de agua, resbalaban como un rio por mis manos y volvían a la tierra, no
se dejaban domesticar.
Las empecé a querer tanto ese primer día, que ya no me imaginaba mis noches
sin ellas, aterrada en la oscuridad. Necesitaba su luz para sentirme
acompañada, para perder el miedo a Otto el ogro de las tinieblas.
Se hacían las frías y las solitarias y no se dejaban conquistar, aunque se
derritieran por dentro, por fuera seguían escondiéndose, guiñando la luz de sus
ojos.
Fueron meses y meses de irme arrimando poco a poco, quería disfrutar su
luz, no quería quitársela, no quería encenderla ni apagarla a mi capricho. Me
gustaba su ritmo y me gustaban sus bromas y su brillo intermitente.
Fui levantando para ellas caminos de luz que desembocaban en mi ventana. Le
pedí a mi madre que hiciera un jardín vertical en la pared de la ventana, con
macetas de geranios olorosos, de perejil, y de hierbabuena, para seducirlas con
los olores, y los barrizales con tierra abonada, y que se fueran acercando.
Para que fueran reptando hacia arriba atraídas por mis regalos.
Mi sueño era que se deslizaran por la noche dentro de mi habitación, y
recorrieran mi cuerpo, cuando yo estuviera dormida, como si fuera el regazo de
la tierra, haciendo caminos de luz entre mis ojos y mis oídos, entre los dedos
de mis pies. Quería brillar por las noches gracias a mis amigas, las
luciérnagas, y no tener que subirme a la ventana a buscar las estrellas.
Despierta las veía desde mi cama, se habían instalado ya en la maceta de la
menta y en la del poleo, jugaban allí con sus linternas. Dormida las sentía
recorrer mi barriguita, comer en mi ombligo.
Pero un día, el día que demolieron mi casa, me tuve que ir. Nos mudamos a
una casa preciosa, a un piso nuevo, en el centro de la ciudad. Era un piso muy
alto, el decimo noveno, allí no subirían nunca las luciérnagas.
Mi piso tenía todo nuevo, todo brillaba, mi habitación daba a los tejados
de la ciudad. Se veía todo un barrio a lo lejos: sus casas altas y bajas, sus
calles y sus escaparates. Eran unas vistas mágicas que se extendían más allá
del horizonte. Mi habitación era el faro de esa meseta amarilla, y yo el gran
farero de los rascacielos y los edificios. Las casas, las grandes y las
pequeñas, las blancas y las rosadas como el salmón, las grises y las pardas
como la tierra de las viñas, se apiñaban unas contra otros como mejillones.
Todo era perfecto: podía patinar por el parquet, y subir y bajar en el
ascensor a toda velocidad. Podía hacer claqué en mi cuarto de lo grande que
era, y buscarme las espinillas en un espejo de cuerpo entero.
Tenía que estar muy contenta y lo estaba, me pasaba los días descubriendo
cosas nuevas: grifos de oro, platos de porcelana, lámparas de cristal con
pantallas trasparentes, pero sentía que me faltaba algo, no sabía que era, pero
algo se había quedado en mi antigua casa, en mi antigua vida, y no había venido
conmigo.
Por las noches, no me podía dormir y no estaba tranquila, acababa
levantándome y yéndome al sofá. Allí me arrebujaba en una manta, lamentándome
por mis sueños perdidos, echando de menos las visitas de mis luciérnagas. Me
despertaba temprano, aterida de frio, y estornudaba tanto que me llevaron al
médico de las alergias, después de muchas pruebas y pinchazos dijo que me
vacunaran contra el desamor.
Pasaron más de trescientas sesenta y cinco noches y más de mil hasta que
las vi. Era una noche de verano, una noche
sin luna. Había llamado a mi padre para felicitarle su cumpleaños, como
todos los años.
Estaba en el sofá, tapadita con la manta y me había quedado dormida. Me
desperté pasada la media noche oyendo la tele que se había quedado encendida,
la apague, y con toda la casa en silencio, me acerque a la ventana y las vi: se
alzaban por el cielo escondiéndose entre las casas, encendiéndose y apagándose
como si siguieran el ritmo de mis parpados.
Estuve un montón de horas siguiéndolas, primero desde el sofá con los ojos,
después con la cámara de fotos, enfocando el objetivo, acercándolas con las
lentes, y al final proyectando las fotos en la pantalla del ordenador, y
dibujando sus contornos con el plotter. Las estudie con interés y dedicación
descalza y en pijama como estaba, para ver donde iban.
No iban a ninguna parte, tenían su propia fiesta, allí en el barrio. Se
divertían encendiéndose y apagándose, volviéndome loca: cuando las miraba, plin
se apagaban, si me hacia la distraída, plin se encendían. Jugaban al escondite
conmigo y me ganaban siempre.
Me fascinaron, intentaba entenderlas, seguir su lógica y se escapaban del enrejado de mi inteligencia. Seguían un sistema analógico, eran semáforos, faros de los coches al alejarse, luces que se encendían y apagaban en las ventanas, según le daba la gana a quien apretaba el interruptor. Según se saciaban los amantes, o el estudiante se aprendía la lección. Según se calmaban los recién nacidos o se acababa una pelea. Se escapaban de la programación como el rio de la vida. No se dejaban domesticar.
Las empecé a querer tanto ese primer día, que ya no me imaginaba mis noches sin ellas, en el desamparó de la oscuridad. Necesitaba su luz para sentirme acompañada, habían vuelto eran mis luciérnagas urbanas.
En el piso decimonoveno las luciérnagas se escondían en los miradores y los ventanales del barrio, iluminando con puntitos de luz toda la ciudad. Vivian entre los cables y las emociones de los urbanitas, en los rascacielos y las casitas, y yo que las había vuelto a encontrar, podía criarlas entre mis cosas y sacarlas de paseo, encenderlas sobre los mapas, en estanques de acuarela y bosques de papel mache, encendiéndose al ritmo que les diera la gana, sorprendiendo a los niños y los perros que juegan en los parques. Podía seguir trasteando con ellas. Las ayudaría a ocupar de nuevo la ciudad y a que cualquiera pudiera encontrarlas otra vez, al revolver una esquina. Acunada por el parpadeo de la luz que encienden y apagan sus deseos, mirando desde mi cama el jardín vertical de sus constelaciones intermitentes, volví a dormir tranquila.
FIN
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