domingo, 28 de julio de 2013

Ledciernagas




Si no hubiera dejado mi casa cuando las excavadoras la convirtieron en nada, en parte de un terraplén, con los empapelados al aire y el lavabo patas arriba, no habría visto la ventana de mi cuarto estampada contra el suelo, y no me hubieran despedido desde los  cristales rotos, encendiendo y apagando sus linternas mis gusanitos de luz.

Si no me hubiera tenido que ir, las luciérnagas que criaba en mis macetas, habrían seguido entrando por las rendijas  noche tras noche,  a dormir en mi cama.

Aprendí a andar en aquellos suburbios, en mañanas llenas de de sol, y de bichitos minúsculos que me miraban asustados cuando me caía. Me hice amiga de mariquitas, de hormigas, y de un pájaro carpintero cuando ya correteaba un poco, y mi madre me enseñaba nuestros  nombres: gorrión, procesionaria, Catalina, así me llamo yo.

De noche el mundo se apagaba y yo pasaba mucho miedo. Todo era oscuro y solitario a mí alrededor, me engullían las sombras. Temblando como una hoja, me levantaba de la cama, me subía a la silla, y abría una rendija entre las cortinas para ver luz.

Veía luces en el cielo, eran estrellas viajeras, no me fiaba de ellas, no les gusta estar quietas y andan de acá para allá. La que saludo tímidamente hoy, mañana ya no está, puede que esté en otro continente, saludando a otro niño, a un niño en Paquistán. Además están lejísimos y no las puedo atrapar, no están al alcance de mi mano.

Pasaron muchas noches más de trescientas sesenta y cinco, y más de mil y las estrellas eran mi única luz. Una luz lejana e inalcanzable.

Una noche de verano, una noche sin luna, me dejaron quedarme con los mayores. Era una fiesta familiar, a lo mejor el cumpleaños de mi padre que todavía no se había ido. Me quede dormida y mi padre me tumbo tapadita con una manta, en una hamaca que se mecía como un corazón.
Me desperté pasada la media noche oyendo risas y panderetas, y las vi: se arrastraban por el suelo escondiéndose entre las hierbas, chapoteando en los charcos, encendiéndose y apagándose como si siguieran el ritmo de mis parpados.

Estuve un montón de horas siguiéndolas, hasta que solo hubo silencio a mi alrededor, primero desde la hamaca con los ojos, después  en cuclillas  tocándolas con los dedos, al final andando detrás de ellas con pasos lentos y sigilosos, descalza como estaba, quería ver donde iban.

No iban a ninguna parte, tenían su propia fiesta, allí en el jardín de mi casa. Se divertían encendiéndose y apagándose, volviéndome loca: cuando las miraba, plin se apagaban, si me hacia la distraída, plin se encendían. Jugaban al escondite conmigo y me ganaban siempre.

Me fascinaron, intentaba cogerlas y se me escurrían entre los dedos como si fueran de agua, resbalaban como un rio por mis manos y volvían a la tierra, no se dejaban domesticar.
Las empecé a querer tanto ese primer día, que ya no me imaginaba mis noches sin ellas, aterrada en la oscuridad. Necesitaba su luz para sentirme acompañada, para perder el miedo a Otto el ogro de las tinieblas.

Se hacían las frías y las solitarias y no se dejaban conquistar, aunque se derritieran por dentro, por fuera seguían escondiéndose, guiñando la luz de sus ojos.
Fueron meses y meses de irme arrimando poco a poco, quería disfrutar su luz, no quería quitársela, no quería encenderla ni apagarla a mi capricho. Me gustaba su ritmo y me gustaban sus bromas y su brillo intermitente.

Fui levantando para ellas caminos de luz que desembocaban en mi ventana. Le pedí a mi madre que hiciera un jardín vertical en la pared de la ventana, con macetas de geranios olorosos, de perejil, y de hierbabuena, para seducirlas con los olores, y los barrizales con tierra abonada, y que se fueran acercando. Para que fueran reptando hacia arriba atraídas por mis regalos.

Mi sueño era que se deslizaran por la noche dentro de mi habitación, y recorrieran mi cuerpo, cuando yo estuviera dormida, como si fuera el regazo de la tierra, haciendo caminos de luz entre mis ojos y mis oídos, entre los dedos de mis pies. Quería brillar por las noches gracias a mis amigas, las luciérnagas, y no tener que subirme a la ventana a buscar  las estrellas.

Despierta las veía desde mi cama, se habían instalado ya en la maceta de la menta y en la del poleo, jugaban allí con sus linternas. Dormida las sentía recorrer mi barriguita, comer en mi ombligo.
Pero un día, el día que demolieron mi casa, me tuve que ir. Nos mudamos a una casa preciosa, a un piso nuevo, en el centro de la ciudad. Era un piso muy alto, el decimo noveno, allí no subirían nunca las luciérnagas.

Mi piso tenía todo nuevo, todo brillaba, mi habitación daba a los tejados de la ciudad. Se veía todo un barrio a lo lejos: sus casas altas y bajas, sus calles y sus escaparates. Eran unas vistas mágicas que se extendían más allá del horizonte. Mi habitación era el faro de esa meseta amarilla, y yo el gran farero de los rascacielos y los edificios. Las casas, las grandes y las pequeñas, las blancas y las rosadas como el salmón, las grises y las pardas como la tierra de las viñas, se apiñaban unas contra otros como mejillones.

Todo era perfecto: podía patinar por el parquet, y subir y bajar en el ascensor a toda velocidad. Podía hacer claqué en mi cuarto de lo grande que era, y buscarme las espinillas en un espejo de cuerpo entero.

Tenía que estar muy contenta y lo estaba, me pasaba los días descubriendo cosas nuevas: grifos de oro, platos de porcelana, lámparas de cristal con pantallas trasparentes, pero sentía que me faltaba algo, no sabía que era, pero algo se había quedado en mi antigua casa, en mi antigua vida, y no había venido conmigo.

Por las noches, no me podía dormir y no estaba tranquila, acababa levantándome y yéndome al sofá. Allí me arrebujaba en una manta, lamentándome por mis sueños perdidos, echando de menos las visitas de mis luciérnagas. Me despertaba temprano, aterida de frio, y estornudaba tanto que me llevaron al médico de las alergias, después de muchas pruebas y pinchazos dijo que me vacunaran contra el desamor.

Pasaron más de trescientas sesenta y cinco noches y más de mil hasta que las vi. Era una noche de verano, una noche  sin luna. Había llamado a mi padre para felicitarle su cumpleaños, como todos los años.

Estaba en el sofá, tapadita con la manta y me había quedado dormida. Me desperté pasada la media noche oyendo la tele que se había quedado encendida, la apague, y con toda la casa en silencio, me acerque a la ventana y las vi: se alzaban por el cielo escondiéndose entre las casas, encendiéndose y apagándose como si siguieran el ritmo de mis parpados.

Estuve un montón de horas siguiéndolas, primero desde el sofá con los ojos, después con la cámara de fotos, enfocando el objetivo, acercándolas con las lentes, y al final proyectando las fotos en la pantalla del ordenador, y dibujando sus contornos con el plotter. Las estudie con interés y dedicación descalza y en pijama como estaba, para ver donde iban.

No iban a ninguna parte, tenían su propia fiesta, allí en el barrio. Se divertían encendiéndose y apagándose, volviéndome loca: cuando las miraba, plin se apagaban, si me hacia la distraída, plin se encendían. Jugaban al escondite conmigo y me ganaban siempre.

Me fascinaron, intentaba entenderlas, seguir su lógica y se escapaban del enrejado de mi inteligencia. Seguían un sistema analógico, eran semáforos, faros de los coches al alejarse, luces que se encendían y apagaban en las ventanas, según le daba la gana a quien apretaba el interruptor. Según se saciaban los amantes, o el estudiante se aprendía la lección. Según se calmaban los recién nacidos o se acababa una pelea. Se escapaban de la programación como el rio de la vida. No se dejaban domesticar.

Las empecé a querer tanto ese primer día, que ya no me imaginaba mis noches sin ellas, en el desamparó de la oscuridad. Necesitaba su luz para sentirme acompañada, habían vuelto eran mis luciérnagas urbanas.

En el piso decimonoveno las luciérnagas se escondían en los miradores y los ventanales del barrio, iluminando con puntitos de luz toda la ciudad. Vivian entre los cables y las emociones de los urbanitas, en los rascacielos y las casitas, y yo que las había vuelto a encontrar, podía criarlas entre mis cosas y sacarlas de paseo, encenderlas sobre los mapas, en estanques de acuarela y bosques de papel mache, encendiéndose al ritmo que les diera la gana, sorprendiendo a los niños y los perros que juegan en los parques. Podía seguir trasteando con ellas. Las ayudaría a ocupar de nuevo la ciudad y a que cualquiera pudiera encontrarlas otra vez, al revolver una esquina. Acunada por el parpadeo de la luz que encienden y apagan sus deseos, mirando desde mi cama el jardín vertical de sus constelaciones intermitentes, volví a dormir tranquila.

FIN